Cuántas personas duermen ahora mismo en esta parte del mundo y yo aquí, en vela frente a una pantalla. Pausadamente me suministro unos sorbos de té. Hace tiempo que no sufría de insomnio. Parece que ya empiezan a alterarme la tranquilidad las cosas que hay por hacer. Y el reloj sigue ahí: palpitando, palpitando. No faltará mucho para que escuche el despertar de los pájaros y para que, aproximadamente a las 6:15, se escuche la campana que anuncia la llegada de los recolectores de basura. Veré encenderse la luz en la ventana de la casa vecina. Percibiré el sonido de algunos vehículos que se niegan a arrancar y escucharé el paso apresurado de una mujer en zapatos de tacón. Bastará con que poco después mire por la ventana y note que ya está clareando. La manera en que ha sido construida esta casa me priva del espectáculo de la salida del sol. Cuando empiece a iluminarse allá afuera, tal vez ocurra lo que más me temía: empezaré a sentir sueño justo cuando tanta gente ha dejado de dormir y empiece sus actividades cotidianas. Me meteré a la cama como quien entra a una espelunca y dormiré como quien ha hecho de la noche, día.