sábado, 2 de marzo de 2013

El pájaro y la doncella


Había entonces, en la ciudad de Santa Clara, pájaros vizcondes, especie alada en vías de extinción, tal vez por su extraño hábito de llevar consuelo a doncellas infelices. Aconteció esta vez que uno de ellos volaba descuidado cierto atardecer cuando, percibiendo el llanto de una joven reina, se posó en su ventana y habló así:

“Ya que la única cosa cierta es la incertidumbre; ya que la única cosa constante es la inconstancia; ya que todo bien está sujeto a convertirse en mal; y toda fe en incredulidad; y toda promesa en engaño; y ya que no dispones más que de una vida, que desde su comienzo es finitud, mi consejo es que no tomes nada muy en serio.

En otros tiempos, joven reina, subí a las alturas de vizconde; hoy me limito a aterrizar en el alma humana. Por eso estoy aquí: para reconfortarte. Tu caso es triste, pero, si me disculpas, me atrevo a decirte que también es trivial.

Era tu noche de gloria, eras la reina de la fiesta. Si hubieses tenido alguna duda, te bastaba tocar, disimuladamente, la corona que te ceñía la frente, el cinto que te adornaba el pecho. Tuyo era el salón, lleno de súbditos. Y el prefecto, el juez y el fiscal se inclinaban ante ti, y tuya era la mejor pista de baile.

Sé que de momento eso no te interesaba y que dedicaste una atención distraída a los muchachos que se te acercaban. Tu corazón y tu mente estaban enteramente con el joven de la Capital que mirabas con ternura, encontrándolo simpático de traje y corbata, a él que siempre usaba jeans. Y te acordabas del amorío modelo de sábado a domingo, pues durante la semana él estaba lejos, estudiando informática. Y tu padre te reclamaba, fingiéndose enojado, por la cuenta del teléfono. Y ahora él estaba ahí. Y aguardabas el instante en que te invitaría para bailar e imaginabas, delicada, que no lo dejarías hasta que la orquesta terminara.  

Fue cuando descubriste a la otra. Fue cuando notaste que aquella muchacha del equipo de televisión de la Capital, sin corona ni cinto alguno, se adueñó de tu enamorado y se pegó a él como una anguila. Los dos apenas se movían, alejados de todo ritmo y de repente desaparecieron. Y a la mañana siguiente nadie necesitó decirte a dónde fueron. Y durante los días que siguieron, tu teléfono permaneció callado; tus sábados y domingos se sumergieron en el vacío.

No tomes nada de eso muy en serio, joven reina. Nada es tan serio. Mi sentir es que un día, cuando tengas 20 años y te encuentres con él en una calle de la Capital, te sorprenderás de haberlo amado. Y te reirás de haber llorado por él. Y no necesitarás de una corona para saber que sólo es reina quien aprende a dominar sus propios sentimientos” –concluyó el pájaro vizconde.

La doncella se irguió. Ya no había llanto en su rostro, sino una cierta luz en su mirada.

Con un gesto rápido, aprisionó al pájaro vizconde. Lo encerró en una jaula y la escondió en su ropero. Y a partir de entonces, cada vez que sufría contrariedades de amor, hacía que él le dijera palabras bonitas, prometiéndole la libertad. Fue algo que jamás cumplió, pues él le había enseñado que toda promesa está sujeta a convertirse en engaño; y, además, los pájaros vizcondes ya se encontraban en vías de extinción.

Liberato Vieira da Cunha, escritor brasileño.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.