miércoles, 25 de junio de 2008

Una tarde de sábado.

Miras el reloj. Concluyes que por el momento basta con estas tres horas de lectura. Preparas la partida. Cierras tu grueso engargolado de pastas color azul y lo guardas en tu morral de cuero. Te levantas. Estiras las piernas. A unas cuantas mesas distingues a aquella estudiante de Letras Hispánicas: clara, dueña de una irresistible belleza, poseedora potencial de un séquito de varones suplicantes dispuestos a hacer todo por ella. De tu suspiro emana su nombre: Natalia. Vuelves en ti. Recuerdas que debes llegar al teatro antes de las siete. Cuelgas el morral en tu hombro izquierdo y empiezas a andar. Sales de la Biblioteca Central. Miras a tu alrededor como diciendo: 'Hasta la próxima semana'.

Esperas el transporte. Te impacientas. Caminas de un lado a otro. Vuelves al punto donde iniciaste tus pasos y preguntas a la primera persona que ves: '¿Llevas mucho esperando?'. Te responde que aproximadamente cinco minutos. Das las gracias. Miras la hora y te impacientas más. Le preguntas si tiene certeza de que aún hay transporte. Admite que tampoco está segura, que le han dicho que sí, que aún hay. Escuchas a lo lejos un motor a diesel. Giras la cabeza en esa dirección y te alegras de que sí llegarás al teatro.

Subes al camión. Eliges un lugar al lado de la ventana. Un par de lugares más adelante se sienta aquella a quien le hacías preguntas. Hasta ahora no la habías mirado bien. Es menuda, de rostro sereno. El cabello recogido le da un aire de recato. Recuerdas su voz. Su timbre te hace pensar en las mujeres recién salidas de la adolescencia, cosa que te hace suponer que cursa los primeros semestres de su carrera. Llegas al metro Universidad. Terminas el devaneo. Bajas del transporte y te apresuras a tomar otro que te lleve a la zona de teatros.

Vuelves a elegir un lugar junto a la ventana. A través de ella observas a la muchacha del rostro sereno que está por subir al camión en que vas tú. La ves sentarse casi en el mismo lugar que tomó en el anterior. El transporte sale del paradero. Miras el reloj. Notas que faltan pocos minutos para las siete. El camión avanza a vuelta de rueda. La impaciencia regresa. Pasa el tiempo. Por fin estás cerca del área de teatros. Desciendes del transporte. Caminas a paso veloz para llegar a tiempo a la función. Te encuentras con que el lugar se ha llenado ya. Te frustra no ver la obra que has estado esperando a lo largo la semana.

Decides ir a las salas cinematográficas. Miras la cartelera. De las dos películas que se exhiben, ya has visto una. Optas por entrar a ver la otra, aunque te parece poco atractiva. Esperas unos minutos antes de comprar el boleto. Das la media vuelta y la encuentras nuevamente ahí: cabello recogido y rostro sereno. Ahora es ella quien hace preguntas a varias personas y registra sus respuestas. Supones que realiza alguna encuesta. Te alejas de la taquilla para ir a sentarte a las escaleras que tienes a unos pasos. Desde ahí la observas realizar su actividad. Miras su semblante, su sonrisa, su mirada que se ilumina. Te das cuenta de que empiezas a sentirte atraído por ella. Pasan los minutos. Te levantas. Te diriges a la sala cinematográfica a preguntar sobre qué trata la película que has elegido. Obtienes una respuesta que te hace perder el interés. Te pasa por la cabeza invitarla a ver la película que has visto ya: "Párpados azules", pensamiento que irónicamente te hace encarnar a uno de los personajes de ese filme. Miras a tu alrededor. No la ves por ningún lado. 'Esta ave ha volado', piensas. Decides irte.

Diriges tus pasos hacia la parada del transporte. Mientras esperas percibes la tranquilidad del lugar. Te sientes a gusto. Desearías un lugar así para vivir lo que te reste de vida. Empiezas a experimentar cierta angustia al pensar en el futuro. Tu estado de ánimo se normaliza: a unos metros distingues a aquella que has encontrado ya varias veces esta tarde, esa a quien quisiste invitar a ver la película. Se acerca. Está a unos pasos de ti. La miras. Te mira. De tu boca sale la pregunta: '¿De nuevo por aquí?'. Te sorprendes de la familiaridad con que te responde. Entablan entonces una conversación mientras ambos esperan el transporte.

Preguntas cómo se llama. El nombre que pronuncia con su voz lozana se vuelve, inesperadamente, una caricia para tus oídos. Deseas saber más. Te habla de lo que estudia, de lo que buscaba con su encuesta. Te enteras, para sorpresa tuya, de que ha dejado atrás los primordios de su carrera y que empieza a elaborar su tesis. Pregunta acerca de ti. Respondes. Ambos encaminan la plática hacia sus respectivas carreras, hacia el lugar que éstas ocupan dentro de la facultad en que, curiosamente, ambos estudian. Te deleita el modo en que elabora sus respuestas. Sus ideas son claras y las manifiesta sin caer en anfibologías. Con apenas veinte años su conversación es tan madura como la de los conversadores más eximios que has conocido. Te sientes contento por encontrarte, en tiempo y espacio, con alguien así. Sonríes para ti mismo mientras ambos suben al transporte que acaba de llegar.

La plática continúa, fluye naturalmente. Tú solamente preguntas y guardas silencio: prefieres escucharla. Cuando expresas tu punto de vista es para confirmar sus ideas o para complementarlas. Lo haces sin imposturas, con pleno convencimiento de lo que dices. Ambos sonríen. Tú por dentro no cabes de gusto: las sonrisas no son un mal comienzo de amistad y están lejos de ser un mal final.

El transporte hace su arribo al paradero. Ambos se dirigen al metro. Entran a la estación y esperan la llegada del convoy no tarda en aparecer. Las puertas se abren ante ustedes. Eligen un lugar para continuar con su conversación que no pierde vivacidad. Inquieres más sobre las respuestas que obtuvo durante su encuesta. Después de hacer un breve recuento de ellas, observa que los encuestados en algún momento evidenciaron la necesidad de asistir al cine para encontrar en la pantalla a ese "otro yo" que poco a poco iban sepultando bajo el polvo de la vida cotidiana. Los dos vuelven a sonreír. El tiempo no se percibe. Se hace un silencio. Te avisa que está por llegar a la estación donde hará un transborde. Le agradeces su compañía y la agradable plática. Buscas un pretexto para volver a verla. Dejan pendiente el reencuentro. Ambos expresan el gusto de haberse conocido. El ritual de la despedida concluye. La ves partir. Vuelves a sonreír. Ha sido una excelente tarde a pesar de no haberla concluido con esa función de teatro. Estás feliz. De tu morral de cuero sacas el engargolado de pastas azules. Antes de ponerte a leer repites para tus adentros lo que a ella le dijiste entre líneas: 'Pequeña Laura, gracias por haber aparecido en mi camino'.

Imagen: La Biblioteca Central (vista de un rumbo suroeste-noreste) al atardecer. Ciudad Universitaria, sur de la Ciudad de México.