Había entonces, en la ciudad de Santa Clara, pájaros
vizcondes, especie alada en vías de extinción, tal vez por su extraño hábito de
llevar consuelo a doncellas infelices. Aconteció esta vez que uno de ellos
volaba descuidado cierto atardecer cuando, percibiendo el llanto de una joven
reina, se posó en su ventana y habló así:
“Ya que la
única cosa cierta es la incertidumbre; ya que la única cosa constante es la
inconstancia; ya que todo bien está sujeto a convertirse en mal; y toda fe en incredulidad; y toda promesa en engaño; y ya que no dispones más que de una vida,
que desde su comienzo es finitud, mi consejo es que no tomes nada muy en serio.
En otros
tiempos, joven reina, subí a las alturas de vizconde; hoy me limito a aterrizar
en el alma humana. Por eso estoy aquí: para reconfortarte. Tu caso es triste, pero, si me disculpas, me atrevo a decirte que también es trivial.
Era tu
noche de gloria, eras la reina de la fiesta. Si hubieses tenido alguna duda, te
bastaba tocar, disimuladamente, la corona que te ceñía la frente, el cinto que
te adornaba el pecho. Tuyo era el salón, lleno de súbditos. Y el prefecto, el
juez y el fiscal se inclinaban ante ti, y tuya era la mejor pista de baile.
Sé que de momento eso no te interesaba y que
dedicaste una atención distraída a los muchachos que se te acercaban. Tu
corazón y tu mente estaban enteramente con el joven de la Capital que mirabas
con ternura, encontrándolo simpático de traje y corbata, a él que siempre
usaba jeans. Y te acordabas del amorío modelo de sábado a domingo, pues durante
la semana él estaba lejos, estudiando informática. Y tu padre te reclamaba,
fingiéndose enojado, por la cuenta del teléfono. Y ahora él estaba ahí. Y aguardabas
el instante en que te invitaría para bailar e imaginabas, delicada, que no lo
dejarías hasta que la orquesta terminara.
Fue cuando
descubriste a la otra. Fue cuando notaste que aquella muchacha del equipo de
televisión de la Capital, sin corona ni cinto alguno, se adueñó de tu
enamorado y se pegó a él como una anguila. Los dos apenas se movían,
alejados de todo ritmo y de repente desaparecieron. Y a la mañana siguiente nadie
necesitó decirte a dónde fueron. Y durante los días que siguieron, tu teléfono
permaneció callado; tus sábados y domingos se sumergieron en el vacío.
No tomes nada de eso muy en serio, joven reina. Nada
es tan serio. Mi sentir es que un día, cuando tengas 20 años y te encuentres
con él en una calle de la Capital, te sorprenderás de haberlo amado. Y te reirás de haber llorado por él. Y no necesitarás de una corona para saber
que sólo es reina quien aprende a dominar sus propios sentimientos” –concluyó el
pájaro vizconde.
La doncella se irguió. Ya no había llanto en su
rostro, sino una cierta luz en su mirada.
Con un gesto rápido, aprisionó al pájaro vizconde.
Lo encerró en una jaula y la escondió en su ropero. Y a partir de entonces,
cada vez que sufría contrariedades de amor, hacía que él le dijera palabras
bonitas, prometiéndole la libertad. Fue algo que jamás cumplió, pues él le había
enseñado que toda promesa está sujeta a convertirse en engaño; y, además, los
pájaros vizcondes ya se encontraban en vías de extinción.
Liberato Vieira da Cunha, escritor brasileño.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.