Hay un
periodo en que los padres se van quedando huérfanos de sus propios hijos. Y es que
los niños crecen. Independientes de nosotros, como árboles indiscretos y aves parlanchinas. Crecen sin pedir permiso. Crecen como la inflación,
independiente del gobierno y de la voluntad popular, entre el estupro de los
precios, los disparos de los discursos y el asalto de las estaciones. Crecen
con una estridencia alegre y, a veces, con alardeada arrogancia. Pero no crecen
todos los días de igual manera. Crecen de repente. Un día se sientan cerca de
ti en la terraza y dicen una frase con tal madurez, que sientes que no puedes
ya cambiar los pañales de esa criatura.
¿Dónde
estuvo creciendo ese pequeño ser que no te diste cuenta? ¿Dónde quedó aquel
olor a leche sobre la piel? ¿Dónde quedó la palita para jugar en la arena? ¿Las
fiestas de cumpleaños con payasos, amiguitos y el primer uniforme de la
guardería?
El niño
está creciendo en un ritual de obediencia orgánica y desobediencia civil. Y ahora tú estás ahí, en la puerta
de la discoteca, esperando que no sólo crezca, sino que aparezca. Ahí están
muchos padres al volante, esperando que salgan radiantes, sonriendo, con cabellos
largos y sueltos. Entre hamburguesas y refrescos en las esquinas, ahí están nuestros hijos
con el uniforme de su generación: incómodas mochilas de moda en los hombros
desnudos o bien con el suéter amarrado en la cintura. El suéter es nuevo y
pensamos que va a estropearlo, pero no tiene caso: es el emblema de la
generación. Y ahí estamos, con el cabello ya encanecido. Esos son los hijos que
conseguimos criar a pesar de los ventarrones, de las cosechas, de las noticias
y de la dictadura de las horas que parecían interminables. Y ellos crecen un poco amaestrados, observando
muchos de nuestros errores.
Hay un
periodo en que los padres se van quedando un poco más huérfanos de sus propios hijos. No
los recogeremos más en las puertas de las discotecas y las fiestas, cuando salen
entre canciones y lenguajes juveniles. Pasó el tiempo del ballet, del
inglés, de la natación y el judo. Dejaron el asiento trasero y pasaron al
volante de sus propias vidas.
Debimos
haber ido por la noche a su cama para escuchar su alma respirando pláticas y
confidencias entre las sábanas de infancia y los adolescentes cobertores de
aquella habitación llena calcomanías, pósters, agendas coloridas y discos
ensordecedores.
Crecieron sin que agotáramos en ellos todo nuestro afecto.
En un principio subían a la montaña o iban a la casa de playa entre equipaje, galletas,
embotellamientos, navidades, pascuas, piscinas y amigos. Sí, había peleas dentro
del auto, peleas por ganar la ventanilla, peticiones de helados y sándwiches,
canciones infantiles. Después llegó la edad en que viajar con los padres
comenzó a ser un esfuerzo, un sufrimiento, pues era imposible abandonar a los
amigos y los primeros noviazgos.
Los padres quedaron entonces exiliados de los hijos. Tienen
la privacidad que siempre desearon, pero de repente mueren de nostalgia de
aquellas verdaderas "pestes”. Llega un momento en que sólo nos queda mirar de
lejos, resignados y rezando mucho para que acierten en sus elecciones en busca
de la felicidad, y que la conquisten del modo más completo posible. Lo único que
queda es esperar. En cualquier momento pueden darnos nietos. Con el nieto llega la hora del cariño ocioso y almacenado que no se dio a los propios hijos, y que
no puede morir con nosotros. Es por eso que los abuelos son tan desmedidos y
distribuyen tan incontrolables afectos.
Esperar, esperar. Nos vamos haciendo expertos en ello.
Miramos la puerta de nuestra casa y recordamos cuando llegaban de la escuela,
fatigados, con el uniforme sucio y siempre hambrientos. Y hoy ellos entran cargando
la llave del auto, trayendo consigo todo lo que pasaron en la semana y que
ahora van a compartir con sus padres. Sí, llegamos a la conclusión de que ya no
hay modo de mantener a aquel niño en el regazo. Tenerlo en nuestros brazos como
si fuese parte de nuestro cuerpo, hoy es solamente un sueño. Sus alas ya están
muy crecidas y sus ganas de volar son todavía mayores.
Por eso, es siempre necesario hacer alguna cosa más, antes de que crezcan.
Affonso Romano de Sant' anna, escritor brasileño.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.
N. del T: El texto ha sido atribuido erróneamente a Gabriel García Márquez. No existe una sola versión de este texto; el autor brasileño lo ha reescrito y publicado varias veces. Por esta razón, se decidió partir de dos fuentes para llegar al texto que aquí se presenta. La mayor parte de él se basa en una versión que circula en YouTube:
Por eso, es siempre necesario hacer alguna cosa más, antes de que crezcan.
Affonso Romano de Sant' anna, escritor brasileño.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.
N. del T: El texto ha sido atribuido erróneamente a Gabriel García Márquez. No existe una sola versión de este texto; el autor brasileño lo ha reescrito y publicado varias veces. Por esta razón, se decidió partir de dos fuentes para llegar al texto que aquí se presenta. La mayor parte de él se basa en una versión que circula en YouTube:
http://www.youtube.com/watch?v=jZwl5bLT62A
La versión complementaria fue tomada de la siguiente página:
http://pensador.uol.com.br/frase/MzYyMTIy/