viernes, 2 de noviembre de 2012

Antes de que crezcan

Hay un periodo en que los padres se van quedando huérfanos de sus propios hijos. Y es que los niños crecen. Independientes de nosotros, como árboles indiscretos y aves parlanchinas. Crecen sin pedir permiso. Crecen como la inflación, independiente del gobierno y de la voluntad popular, entre el estupro de los precios, los disparos de los discursos y el asalto de las estaciones. Crecen con una estridencia alegre y, a veces, con alardeada arrogancia. Pero no crecen todos los días de igual manera. Crecen de repente. Un día se sientan cerca de ti en la terraza y dicen una frase con tal madurez, que sientes que no puedes ya cambiar los pañales de esa criatura.

¿Dónde estuvo creciendo ese pequeño ser que no te diste cuenta? ¿Dónde quedó aquel olor a leche sobre la piel? ¿Dónde quedó la palita para jugar en la arena? ¿Las fiestas de cumpleaños con payasos, amiguitos y el primer uniforme de la guardería?

El niño está creciendo en un ritual de obediencia orgánica y desobediencia civil. Y ahora tú estás ahí, en la puerta de la discoteca, esperando que no sólo crezca, sino que aparezca. Ahí están muchos padres al volante, esperando que salgan radiantes, sonriendo, con cabellos largos y sueltos. Entre hamburguesas y refrescos en las esquinas, ahí están nuestros hijos con el uniforme de su generación: incómodas mochilas de moda en los hombros desnudos o bien con el suéter amarrado en la cintura. El suéter es nuevo y pensamos que va a estropearlo, pero no tiene caso: es el emblema de la generación. Y ahí estamos, con el cabello ya encanecido. Esos son los hijos que conseguimos criar a pesar de los ventarrones, de las cosechas, de las noticias y de la dictadura de las horas que parecían interminables. Y ellos crecen un poco amaestrados, observando muchos de nuestros errores.

Hay un periodo en que los padres se van quedando un poco más huérfanos de sus propios hijos. No los recogeremos más en las puertas de las discotecas y las fiestas, cuando salen entre canciones y lenguajes juveniles. Pasó el tiempo del ballet, del inglés, de la natación y el judo. Dejaron el asiento trasero y pasaron al volante de sus propias vidas. 

Debimos haber ido por la noche a su cama para escuchar su alma respirando pláticas y confidencias entre las sábanas de infancia y los adolescentes cobertores de aquella habitación llena calcomanías, pósters, agendas coloridas y discos ensordecedores.

Crecieron sin que agotáramos en ellos todo nuestro afecto. En un principio subían a la montaña o iban a la casa de playa entre equipaje, galletas, embotellamientos, navidades, pascuas, piscinas y amigos. Sí, había peleas dentro del auto, peleas por ganar la ventanilla, peticiones de helados y sándwiches, canciones infantiles. Después llegó la edad en que viajar con los padres comenzó a ser un esfuerzo, un sufrimiento, pues era imposible abandonar a los amigos y los primeros noviazgos.

Los padres quedaron entonces exiliados de los hijos. Tienen la privacidad que siempre desearon, pero de repente mueren de nostalgia de aquellas verdaderas "pestes”. Llega un momento en que sólo nos queda mirar de lejos, resignados y rezando mucho para que acierten en sus elecciones en busca de la felicidad, y que la conquisten del modo más completo posible. Lo único que queda es esperar. En cualquier momento pueden darnos nietos. Con el nieto llega la hora del cariño ocioso y almacenado que no se dio a los propios hijos, y que no puede morir con nosotros. Es por eso que los abuelos son tan desmedidos y distribuyen tan incontrolables afectos. 

Esperar, esperar. Nos vamos haciendo expertos en ello. Miramos la puerta de nuestra casa y recordamos cuando llegaban de la escuela, fatigados, con el uniforme sucio y siempre hambrientos. Y hoy ellos entran cargando la llave del auto, trayendo consigo todo lo que pasaron en la semana y que ahora van a compartir con sus padres. Sí, llegamos a la conclusión de que ya no hay modo de mantener a aquel niño en el regazo. Tenerlo en nuestros brazos como si fuese parte de nuestro cuerpo, hoy es solamente un sueño. Sus alas ya están muy crecidas y sus ganas de volar son todavía mayores. 

Por eso, es siempre necesario hacer alguna cosa más, antes de que crezcan.

Affonso Romano de Sant' anna, escritor brasileño.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.


N. del T: El texto ha sido atribuido erróneamente a Gabriel García Márquez. No existe una sola versión de este texto; el autor brasileño lo ha reescrito y publicado varias veces. Por esta razón, se decidió partir de dos fuentes para llegar al texto que aquí se presenta. La mayor parte de él se basa en una versión que circula en YouTube:

http://www.youtube.com/watch?v=jZwl5bLT62A

La versión complementaria fue tomada de la siguiente página:

http://pensador.uol.com.br/frase/MzYyMTIy/