Hoy desperté al escuchar a varias personas cantando "Las mañanitas". Al parecer, los vecinos de la calle de atrás se congregaron para rendir homenaje a la mujer que les dio la vida. “Despierta mamá, despierta. Mira que ya amaneció. Ya los pajaritos cantan. La luna ya se metió”, se escuchaba. Me pareció lindo el detalle de que los miembros de una familia se reunieran afuera de una casa para despertar a la mamá con esa canción popular reservada para los cumpleaños. Yo no sé si la festejada celebraba su aniversario justamente este día de las madres, pero para mí fue un gesto que contrastó con el silencio y la melancolía de estas últimas semanas.
Ya Cristina Pacheco, en su columna dominical del periódico La Jornada, había escrito un texto que expresaba fielmente las sensaciones vividas por buena parte de los mexicanos durante los días pasados. He aquí algunos fragmentos:
“El temor plantó sus raíces en pleno abril, en medio de esta primavera esplendorosa y ardiente. Mientras que de las jacarandas siguen lloviendo flores, en la aridez del concreto germina el rumor, se expande, alarga sus intrincadas ramas y de ellas brota una nueva floración: los tapabocas.
“El término que hasta hace pocos días empleábamos raras veces, siempre asociadas con los terremotos de 1985, ya ha vuelto a formar parte de nuestra habla y nuestra indumentaria cotidianas. Quién le hubiera augurado tan notable resurgimiento a una palabra que pasó tantos años respirando apenas, arrumbada en una página de los opulentos diccionarios [...]
“Ante la presencia de la epidemia todo cambió. Nuestras casas se transformaron en refugios, las calles empezaron a despoblarse y a adquirir el ritmo lento que nos recuerda décadas pasadas, los centros de trabajo se estancaron en la inactividad, los espacios públicos –desde las escuelas hasta el bosque de Chapultepec, pasando por los museos, los cines, las universidades, los restaurantes, los bares, los gimnasios, las fondas, los cafés– se tornaron inaccesibles, las noches se volvieron silenciosas y oscuras, el peligro tendió un alambre erizado de púas entre nuestros cuerpos.
“Habitantes de un mundo nuevo, en medio de la inquietud y el desconcierto, anhelamos el regreso a una normalidad que hasta hace unas cuantas semanas nos parecía indiferente o agobiante. Queremos el coro de los niños en las aulas, el fragor de las máquinas en las fábricas, el bullicio en las calles y avenidas, la emoción de entrar en un teatro o en un estadio, el placer de la conversación en un café: todo lo que nos libere de un yo cercado por los temores y nos permita reconstruir un nosotros.
“Pero sobre todo anhelamos regresar a las horas en que podíamos mirarnos sin sospecha ni desconfianza, estrecharnos las manos, tomar un teléfono o una manija sin pensar que allí se agazapa el enemigo, abrazarnos y decirle simplemente salud a una persona que estornuda [...]
“Nada de lo que ha sucedido en las últimas semanas formaba parte de nuestros planes. Nadie recuerda nada semejante ni nadie se imaginó que en pleno siglo XXI la ciudad iba a inmovilizarse, que un día íbamos a convertirnos en exploradores de nuestra propia casa y a descubrirle espacios, secretos, cuarteaduras, defectos y virtudes. Que bajo las sucesivas capas que han coloreado las paredes a lo largo de los años leeríamos las primeras páginas de nuestra historia familiar.
“En algún momento agregaremos otras páginas en donde queden consignados el ritmo y la atmósfera de estas horas difíciles vividas entre la sorpresa, el desconcierto, el temor, la oscuridad, el silencio, la quietud y, por encima de todo, la esperanza”.
"Zona Cero", en Mar de Historias, La Jornada, 3 de mayo de 2009.
Sí, fueron días difíciles. Y aunque los riesgos siguen ahí donde tiene lugar nuestro día a día, estamos asistiendo a un paulatino regreso a la normalidad. Me es inevitable no tener una sensación de bienestar después de lo vivido en casa, en la calle, en el trabajo. No es aventurado declarar que este sentimiento será compartido por muchos y que podría compararse con esas ocasiones en que nuestra madre, después de haber notado que ya habíamos sufrido lo suficiente, nos levantaba el castigo. Entonces nos sentíamos aliviados y sonreíamos. Y mostrábamos un semblante ufano al notar en el rostro de la autora de nuestros días, su cálida indulgencia.
Qué este día y los siguientes sean de alegría y mucha paz para nuestras madres.